jueves, 10 de septiembre de 2015

LA ORQUESTA SINFÓNICA KIMBANGUISTA DE KINSHASA


(Kinshasa Simphony, 2010)

Por Belén Plascencia

Fue muy conmovedor y esperanzador ver ese conjunto de rostros de piel oscura articular con entusiasmo y total entrega las letras de melodías como “La novena sinfonía de Beethoven” en alemán, la “Oda a la alegría”, que por más irónico - y maravilloso a la vez - que parezca en un contexto como el del Congo, introdujo a coristas e instrumentistas en un encantamiento al sentir la magia de los instrumentos - fabricados por el propio gerente de la orquesta - que en sus manos daban vida a las melodías clásicas, conocidas en el mundo entero, sabiéndose partes de algo especial, algo fuera de lo común, algo novedoso en Kinshasa, en el Congo entero y en toda África Central.

“Es la única orquesta sinfónica en el mundo en la que todos los integrantes son negros”, dice orgullosamente uno de los músicos. No sé si eso siga siendo cierto, tomando en cuenta que el documental se hizo en 2010, pero para mí sí fue todo una novedad ver a ese numeroso grupo de congoleses dando forma a esa maravillosa orquesta. Y digo maravillosa no porque sean unos virtuosos en la ejecución de los instrumentos o los mejores coristas sino por el significado que tiene para ellos, que han encontrado en la música clásica una razón de ser, una motivación, una pasión, una especie de escape de la cotidianidad y las dificultades que nutre sus espíritus en medio de la adversidad. Esos mismos rostros que tantas veces vi víctimas de la violencia, el racismo y la codicia en fotos, documentales, entre las líneas de numerosos libros y artículos en los años que estudié el conflicto congolés para mi tesis de licenciatura, reflejaban dicha, entusiasmo, orgullo.

Los congoleses saben de su miseria, la viven todos los días. “No porque seamos congoleses tenemos que vivir así”, dice una de las flautistas ante la casa que le muestran para rentar con un espacio para la sala y una recámara en muy malas condiciones. Han vivido una de las mayores crisis humanitarias del mundo en las últimas décadas pero ahí, en ese documental, se veían orgullosos de su esfuerzo, de su logro al haber formado la primera orquesta sinfónica de África Central, de ser parte de ese ente que respira y transpira música, y si bien saben que el grueso de la población no recibe con entusiasmo la música clásica, se han convertido sin chistar en fieles promotores de ella.

La orquesta fue creada en 1994 por Armand Diangienda, nieto de Simon Kimbangu (1887-1951) quien formó una religión llamada “kimbanguismo”, una forma de cristianismo africano de donde toma el nombre la orquesta. El liderazgo y empuje del director son sorprendentes y es de admirar el esfuerzo detrás de la creación de la Orquesta Kimbanguista de Kinshasa. Basta recordar que en ese año inició la crisis en África central tras una de las mayores tragedias del mundo contemporáneo: el genocidio ruandés. Desde entonces, con cerca de 5 millones de muertes, el Congo ha vivido un conflicto sangriento e intermitente, que si bien se ha focalizado en la parte oriental del país, bastante lejos de Kinshasa, nos lleva a cuestionarnos sobre el pasado de los integrantes de la orquesta, quienes seguramente eran apenas unos niños o adolescentes en los años más crudos de la guerra. Uno de los temas que se tocan de manera indirecta es el problema de vivienda que hay ahora en la capital del Congo ante la migración de muchas personas que llegan de otros pueblos alrededor de todo el país, seguramente huyendo del conflicto armado. Admito que estaba esperando que hicieran más evidente esa conexión en el documental, le habría dado mucho más fuerza de la que ya tiene; aunque por otra parte, agradezco un trabajo fílmico sobre el Congo donde no se habla de violencia.

El documental poco nos deja ver sobre el pasado de los integrantes, sus historias de vida y su vinculación con el conflicto. Eso sí, nos permite echar un vistazo a su presente, algunos detalles de su cotidianidad en la que se combinan los ensayos de la orquesta con el cuidado de los hijos, las vendimias en los mercados, la búsqueda de una nueva casa que rentar en pésimas condiciones por 40 dólares y 8 meses de depósito, las calles sin luz eléctrica en las noches, el negocio de la peluquería y el de la farmacia, el colorido y caótico ir y venir de hombres, mujeres y niños que, curiosos, se quedan hipnotizados al percatarse de la presencia de la cámara, se convierten en observadores al sentirse observados.

Después de verlo, encontré unos videos en línea más recientes de sus conciertos y se ven más consolidados, más fuertes, más profesionales, más dueños de su interpretación. No cabe duda que la música y el arte pueden convertirse en un bálsamo para la vida.

                Me siento agradecida con los directores alemanes Martin Baer y Claus Wischmann y todos los que hicieron posible el documental por mostrarme cómo se ve, se escucha y se siente uno de los rostros de la esperanza en el Congo, ese país clave en mi formación como internacionalista que tantas horas de sueño me robó.

Algunos videos:





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