domingo, 31 de enero de 2010

Loca desnudez

“La locura no es una enfermedad, es libertad de espíritu”


Un día cualquiera esa frase tomó forma en mi cabeza. Seguramente la idea de la “locura” había dado ya muchas vueltas sobre mi cabeza. Había ido y venido por veredas inusitadas y andado en círculos hasta que ¡puf! se encontró frente a un espejo, y al otro lado de él, estaba esa frase en cuyas palabras se vio reflejada. No sé si alguien ha dicho o escrito algo similar. En estas fechas pocas veces alguien dice algo totalmente nuevo. De cualquier forma, ése no es el punto. El punto es mi curiosidad sobre la locura humana – la animal la dejaremos para otro momento. La locura por sí misma y retóricamente. Lo que el ser humano juzga como “loco” puede ser tan relativo, como lo es todo en este mundo, excepto quizás, las matemáticas… ¡ah!, sí, se me olvidaba, en general todas las ciencias exactas.

Alguna vez quise ver qué decía el diccionario sobre la locura. Su santidad, el “Excmo. Diccionario de la Real Academia Española”, nos dice que es la privación del juicio o del uso de la razón, alguna acción inconsiderada o un gran desacierto. Otra definición, la que me parece la más utilizada por los que utilizamos ese famoso código del lenguaje, refiere a una acción que por su carácter “anómalo” causa sorpresa. La última no es sino una extensión de la anterior: extraordinario, fuera de lo común. Pareciera ser entonces, que es el elemento de la peculiaridad lo que caracteriza a la locura, la excentricidad, lo que sale fuera del círculo trazado en el piso o en la pared con un pedazo de yeso, un ladrillo o un gis, incluso trazado a veces en el aire con el dedo. Aunque si alguien anduviera por ahí dibujando círculos en el aire con el dedo, seguramente sería juzgado como loco, y más loco aún el que esté convencido de que no puede salir de ellos.

Hoy en la mañana escuchaba a alguien hablar sobre el “contenido curricular escondido”, o algo así… el término era en inglés, no lo recuerdo exactamente. De cualquier forma, a lo que se refería era a ese conocimiento que el ser humano aprende, sobre todo en su niñez, sobre cómo comportarse en sociedad. “Ayuda al ser humano a aprender cómo funcionar correctamente en sociedad”. Algo así decía. “Es conocimiento que no se aprende en las aulas, sino de los padres, de los hermanos; puede darse en casa o hasta en supermercado”… palabras más, palabras menos.

Efectivamente, el ser humano ha decidido vivir en sociedad y para ello ha fijado sus reglas, ha trazado sus círculos, sus límites y sus fronteras. Es parte del llamado contrato social con el que el hombre renuncia al estado de la naturaleza y que varía en el tiempo y en el espacio. Contrato que, una vez abandonado el primero de nuestros hogares, el más pequeño y cálido de todos: la matriz, aceptamos a cambio de una bocanada de oxígeno de este mundo y sellamos con lágrimas. Lloramos de tristeza, de alegría, de dolor, de impotencia, por solidaridad o por contagio… pero detrás del llanto del nacimiento, más allá de las explicaciones fisiológicas, está un sentimiento que todos hemos experimentado y que nadie es capaz de recordar. Quizás es un llanto que se deriva de la renuncia inconsciente a la libertad, de verse obligados a aceptar el contrato a cambio de poder respirar. Pronto seremos llevados a la lista, con una etiqueta que no hay que olvidar. Es un código alfabético que nos identificará en todo momento y en todo lugar, es nuestro pase de entrada a la vida en sociedad.

El ser humano ha tratado de defender ante todo ese orden social y el lenguaje ha sido una de las principales armas para mantenerlo. La “locura” es una de esas balas retóricas, que disparadas paralelamente a los calificativos de “anormal”, “excéntrico”, “raro” y muchos otros clones más, manchan su objetivo como una bala de gotcha o lo hieren como un proyectil de metal. Son palabras que se utilizan comúnmente para catalogar algo que se sale del círculo al que estamos acostumbrados, ¡y vaya que los diámetros varían muchísimo!

Mi mamá, por ejemplo, cree que tiene una hija loca, y sé que no está sola. Para ella una hija normal se hubiera quedado en su ciudad natal y estaría detrás de un mostrador atendiendo una tienda, probablemente con un novio local y no dudo que con planes de matrimonio. Mis amigas también tienen su propia concepción de “rara” para mí, aunque prefieren usar un apodo salido de un programa de televisión. Por otra parte, quizá haya también quien opine que de loca no tengo un pelo y no soy más que ordinaria, tradicional. En fin, como decía, todo es muy relativo, y el concepto propio de locura está determinado por el alcance de ese otro que nos hemos formado en nuestras cabezas y que hace ya un tiempo que me sabe a hiel cada vez que mi boca lo ha escupido irremediablemente y que me suena más vacío que un coco nacido sin agua y carne: “normalidad”. Ambos conceptos configurados por las circunstancias y el contexto particulares y que a cada paso ensanchan o estrechan más los círculos.

Tengo la fortuna de que las personas que me juzgan loca parecen quererme a pesar de ello - no todos los que alguna vez han sido igualmente etiquetados corren con la misma suerte. Podríamos decir entonces que toleran mi locura e incluso creo que se divierten con ella. “¡Ah! pero hay de locos a locos”, dirían algunos, o “hay niveles”, dirían otros. Claro, sabemos que todas las cosas se dan en este mundo con distintos grados de intensidad. Entonces, ¿qué tanta locura estamos dispuestos a aceptar? ¿En qué momento una persona que hace, dice o piensa cosas raras pasa de ser un “raro” a un “inadaptado social” o aún más, a un “enfermo mental”? Creo que las fronteras son tan fluctuantes y permeables como las puertas de museos y galerías que se abren o se cierran ante una pintura para considerarla “obra de arte” o no, y a menudo la última palabra la tiene un reducido número de individuos expertos en el trazo de círculos – ni si quiera necesitan un compás para ello.

Seguramente hay ciertas actitudes o comportamientos que podrían ser cuasi-universalmente catalogados como efectos de la locura porque existen parámetros o estándares cuasi-universales que aceptamos y que han sido impuestos por la sociedad en la que vivimos. No obstante, siguen siendo meras formas de excluir lo que nos es extraño, lo que no puede ser medido bajo los parámetros a los que estamos acostumbrados, todo lo que no cabe dentro de los círculos imaginarios que nos hemos trazado como individuos y como sociedad. Y al estar fuera de ese perímetro, tan amplio o tan estrecho como sea necesario para conservar un mínimo personal y social de seguridad o tranquilidad, nos sentimos amenazados, no sabemos cómo lidiar con ello, nos genera miedo y lo rechazamos pintándolo con los colores de la locura y sus variantes.

Debo confesar que de las definiciones que les compartí al principio, la última es mi favorita: “extraordinario, fuera de lo común”. No sé para ustedes, pero me da la impresión de que tiene una tesitura diferente a las otras, una textura más suave, y sin embargo, se refiere a la misma cosa. Hace un tiempo ya que me considero amante de lo loco. Desde niña encontré dificultades para “encajar” dentro de los círculos de otras personas; me hacían sentir incómoda y creo que simplemente comencé a disfrutar el estar fuera de ellos. Fuera de mí, cuando me encuentro con algo o alguien distinto, fuera de lo común, digno de llamarse “loco”, me causa - además del casi inherente elemento sorpresa – fascinación y curiosidad. Esas dos palabras definen perfectamente lo que me despierta la locura. Pero claro, como todos, tengo mis límites, y seguramente hay cosas que lejos de la fascinación, me causan algún grado de repulsión. Quizás mi línea más clara es el respeto a terceros. Aunque algo no me guste, lo respeto, pero mi límite de aceptación se rompe si atenta contra alguien más.

Probablemente mis límites de locura aceptable sean muy estrechos si los comparamos con otros pero realmente admiro a las personas que se permiten ser unos locos que traspasan las sólidas murallas del imaginario social con la facilidad con la que un dedo atraviesa un chorro de agua sin remordimientos. Son espíritus desnudos que no conocen o han olvidado lo que son las ropas. De ahí que considere que la locura es libertad de espíritu. Así que, como individuos diferenciados, signatarios de un contrato social que se firma no con tinta, sino con el primer aliento, ¿qué qué grado de desnudez estamos dispuestos a aplaudir, aceptar o tolerar en otros, antes de llegar a actitudes de rechazo y segregación? Y aún más, ¿qué grado de desnudez nos permitimos a nosotros mismos?



Belén Plascencia

31 de enero de 2010


sábado, 30 de enero de 2010

Ente vivo de partículas (qué pasaría si...)

Qué pasaría si…


Si me perdiera en el laberinto de las letras

o en el vuelo de un pájaro…

o en el rocío del viento…

si me ocultara detrás de una nube,

me cobijara con ella

y me dedicara a contemplar el cielo.

Luego caería la noche

con su sábana de estrellas

ahuyentando el tiempo

con la luna como compañera

no habría palabras,

cantaría el silencio.



Si me sumergiera en aserrín

Impregnando mi ser con aroma madera

o nadara en una pila de hojas secas

haciendo crujir su naturaleza muerta,

si dividiera mi ser

y depositara cada parte en una pequeñísima piedra

formaría todo un camino

o uno pequeño para absorber tus huellas



y qué pasaría si en lugar de eso viviera en la arena

pero no en una casa sino en cada partícula de ella

un alma destinada al vaivén de la naturaleza

acariciada por el agua de mar,

penetrando mi composición con ligereza.

y en algún momento dejaría la playa

para viajar con el impulso de los vientos y de la luna…

cual diente de león despojándose de su peluca,
recorrer el mundo como lo hace el polvo…

como lo hacen los aromas…

como cae la lluvia...










Bln.P.

viernes, 22 de enero de 2010

Sin ser palabras aún

Sin ser palabras aún nadan en mi torrente sanguíneo desde el corazón hasta cada una de las partes de mi cuerpo. Son espíritus llenos de vida y luz, amorfos, abstractos, disueltos. Danzan entre sí, se mezclan, se cruzan, se besan, forman remolinos, vibran y parpadean... se confunden unos con otros, se hacen uno solo para para separarse después en busca de la definición. Un instante. Un par de horas. Toda una vida para poder salir de la que es su prisión y a la vez su santuario. Esa búsqueda incansable de la materialización de estos espíritus que buscan adoptar formas que sobrevivan en el exterior, que sean percibidas, captadas o entendidas por la naturaleza sensible de un ser receptor.
Y en algún momento de su intrincada existencia, de su devenir en el tiempo, en la consciencia y en la inconsciencia, saldrán a la superficie como sudor escapando por los poros del cuerpo, como sangre caliente brotando a borbotones, hastiada de la cárcel en la que se han convertido las venas, o como lágrimas que libera el mar cuando parece que no puede contener más agua, como si disminuyera su carga liberando unas cuantas gotas que corren sin cesar formando ríos en la cara y desembocaduras en los labios, en el pecho, en la ropa, en el suelo sediento que las recibe agradecido.
Es entonces cuando se encontrarán con el lenguaje e intentarán vestirse con sus ropas, calzar su zapatos, construir combinaciones distintas hasta encontrar la que se adapte mejor. Se pintarán con sus matices, se pondrán sus máscaras, tomarán sus alas prestadas para volar, para fluir con el viento y las corrientes marinas, pero también contra corriente, en tormentas de arena y en medio de un huracán. Agrupadas como las hormigas, como aves volando juntas con la forma de un volcán, viajarán por el mundo en búsqueda de flores que quieran escuchar, nidos que quieran ver y corazones ansiosos por palpitar.
Será el regreso a ese mundo abstracto en el que nada tiene forma, turbulento, confuso, con cintas de casette enrededas y laberintos sin resolver, tan parecido al anterior y asombrosamente innovador. Es un nuevo mundo que será su casa y de la misma manera será su prisión. ¿Saldrán algún día? Eso no lo sabes tú, ni lo sé yo. Yo sólo sé que si no salen algunos se ahogan en el interior, se marchitan, se asfixian, se mueren alimentando capas y capas de humus en un bosque sin regeneración; otros se convulsionan, arden, queman y envenenan el corazón.

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